Paradas crónicas

Subía los peldaños de la estación preguntándome por qué. Dos meses viviendo en la capital y la única certeza de la que podía hacer gala era la siguiente: en Madrid todo se multiplica. No es una certeza significativa, me dirás, alardeas de algo indudable. Y lo es, pero no es lo mismo que te cuenten que el paso de zebra que hay entre el Reina Sofía y Atocha es tan largo que a veces se cambia el semáforo mientras cruzas (por muy rápido que vayas) que descubrirte cruzándolo corriendo y con cara de estupefacción. Qué provinciano se siente uno.

Paradas crónicas. Ese era el título. Que por qué entré es algo que yo también me pregunto. Es fácil sucumbir a una metáfora. La cosa es que me senté en la última fila con la certeza de que terminaría saliendo de allí apenas pasados unos minutos, -quince, quizá- ese fue el tiempo que calculé en mi cabeza, lo suficiente como para no parecer descortés.

Y de repente allí estaba ese tipo, diciéndose (diciéndonos) que desde que se había quedado parado (figurativa y literalmente) todo el mundo se empeñaba en hostigarle a continuar. Como si la vida consistiese en eso, en insistir, y como si aquel que se queda parado tuviese que ser empujado, arrastrado por la multitud hasta volver a incorporarse. Y de repente allí estaba yo también, reconociéndome en sus palabras, recordando cada uno de mis “he llegado tarde” y las veces en las que me había maldecido por ir a destiempo del resto, por estar ahí, simplemente, por estar.

Casi todos jugamos al pollito inglés de pequeños. La perfecta analogía de la vida. Uno dejaba de mirar y entre tanto todos nos dejábamos la piel por avanzar sin que nos viese. Y eso seguimos haciendo con los años: adelantarnos, aproximarnos, valiéndonos de lo que tengamos a mano, acelerando amenazantemente o trasladándonos poco a poco, prudentes, poniendo nuestra mejor cara. En definitiva, ansiando tocar la pared sin que el que está allí se percate de nuestra proximidad, procurando encontrarle desprevenido, incauto, para, de una vez por todas, decir: “estoy aquí y soy más fuerte que tú, porque mientras tú prestabas atención a la pared yo te miraba a ti, y a avanzaba, y ahora mira dónde estoy”.

Así que eso es, uno se gira un momento y entre tanto todos nos dejamos la piel por avanzar. Que a dónde avanzamos. Pues sencillamente a donde la otra persona esté. Que por qué. Eso es lo de menos. La cosa es que ella está. Y punto.

Pero qué ocurre, qué ocurre si uno de los niños pisa un chicle y el chicle se le queda pegado en el zapato. Qué ocurre si ese niño pierde un turno porque está demasiado ocupado mirando su zapato y el chicle, qué ocurre si pierde dos porque le cuesta levantar el pie, moverse, continuar.

El niño se ha quedado solo mirando su zapato mientras todos avanzan. Y así, por culpa de un chicle pegado en el suelo, el niño es aventajado por el resto, rebasado y, a veces, incluso, embestido y arrollado, siendo esa inmovilidad que deviene en inercia trasladada a merced del gentío.

Paradas crónicas. Ese era el título. Que por qué entré es algo que yo también me pregunto. Es fácil sucumbir a una metáfora. Más aún si habla de ti. De los que alguna vez nos quedamos parados en un tiempo que es un poco más lento del habitual. Los que respiramos hinchando nuestros pulmones y escuchando cantar a los estorninos. Y saludamos al vecino. Los que fuimos rebasados y llegamos a comprender que preferíamos el paseo pausado a las pisadas arremolinadas que no saben a dónde se dirigen. Como los niños, con el tiempo de los niños, como cuando a un niño se le queda un chicle pegado en el zapato.

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